Frente a sus ojos, esta vez, estaba la oportunidad de hacer historia grande en el boxeo argentino y mundial. La inmejorable ocasión de acallar a aquellos que intentaban encontrarle una mancha a su récord, adjudicando que sus rivales no daban la talla. La posibilidad de pelear por primera vez en las ligas mayores, en el WaMu Theater del mítico Madison Square Garden. Ese gustito a hazaña, a proeza, a poder llegar a coronarse campeón en una tercera categoría, la de los gallos, después de consagrarse en la de los moscas y también supermoscas. En fin, Omar Andrés Narváez frente al dificilísimo y totalmente ascendente Nonito Donaire, poseedor de los cetros de las 118 libras de la Organización y el Consejo Mundial de Boxeo, tenía la pelea de su vida.
A sus 36 años de edad y en su primera presentación en el mercado estadounidense, la estrategia del Huracán fue optar por el esquive, por deslucir al rival. Por momentos, teniendo que escuchar los abucheos del público, pero con sus convicciones firmes y la idea fija de no dejar que Donaire llegara a fondo. Es que el negocio, claro, estaba en la pelea larga, en el transcurrir de los rounds. Sin embargo, pese a la meditación, el argentino jamás intentó proponer, apelar a su inteligencia para acertar un contragolpe que, al menos, incomodara. Dentro de ese ecosistema, a Donaire sólo le alcanzó con dominar con el jab y soltar un par de combinaciones a la guardia de Narváez.
"Bien tapadito, bien tapadito", gritaban del rincón de un retador que se vio más temeroso por la conocida mano dura del filipino, que ansioso por hacerse con los cinturones en juego. El cuarto round fue el único instante del combate en el que se produjo un quiebre y en el que el chubutense sintió una derecha que le tocó la cara. En la casa del mismísimo Bob Arum, dueño de la promotora Top Rank, Narváez hizo que uno de los mejores libra por libra del momento perdiera ese encanto, esa espectacularidad con la que se andaba mostrando por el mundo luego de ese nocaut ante el mexicano Fernando Montiel.
Pero tanto se preocupó el Huracán por cuidarse de la potencia ajena, que por momentos pareció conformarse con no perder antes del límite, con morir de pie, dignamente, pese a que eso significara resignar su invicto. Así, hubo que ir a las tarjetas, las que siempre premian al que busca, al que arriesga, al que muestra más hambre. Unanimidad 120-108 para Donaire (27-1-0, 18ko), quien dijo que jamás estudia a sus rivales y que para esta ocasión tampoco lo había hecho. Quizá, agarrar los apuntes lo hubiese ayudado a ser un poco más atractivo. Narváez (35-1-2, 19ko) hasta lo hizo enredarse contra las cuerdas en el final. Pero con eso, se sabe, no alcanza cuando hay un título de por medio. Esta vez, no fue un Huracán.
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